sábado, 16 de enero de 2010

NOTA º3 - A DON ARTURO


Era un tórrido mes de diciembre de 1981, en la Provincia de San Juan. El tren de las Arenas, proveniente de Mendoza, iba con destino a la ciudad del Zonda, repleto de pasajeros dispuestos a pasar las fiestas navideñas con familiares y amigos.

Entre los habitantes circunstanciales del legendario ferrocarril viajaba un ilustre pasajero: Don Arturo Illia, quien había sido Presidente de la Nación Argentina en 1963 y derrocado en 1966.

Al verlo los usuarios quedaron atónitos, asombrados.

- Perdón… Es usted?... El Presidente Illia…?- Preguntó desconcertado un hombre de unos sesenta años, de aspecto sencillo. Era un trabajador cuyano. Viñatero.
- Sí, soy yo. ¿cómo está usted, amigo? Contestó Illia.
- Mirá vieja, es Illia. No lo puedo creer. ¿Qué hace usted acá, en este tren, con este calor insoportable?
- Viajo. Recorro el país conversando con mis conciudadanos. ¡Imagínese todo lo que tengo para contarles y todo lo que necesito oír de ustedes!
- El Dr. Illia está brindando algunas conferencias en todo el país y por eso está en San Juan.- Aclaró un correligionario que acompañaba a Illia.
- En realidad conversar con los ciudadanos es una obligación cívica de todo político. Lo hago desde los dieciocho o veinte años. Uno nunca deja de hacerlo, especialmente si ha sido Presidente.

El guarda del tren lo había visto subir en Mendoza. Estaba lejos. Pero la figura física de Don Arturo era inconfundible. Sin embargo, dudó, por las mismas razones que lo hizo el viñatero. Ahora lo tenía de frente en un vagón mil veces recorrido y que hoy parecía tener algo especial. Las personas de vagones contiguos se habían acercado a Don Arturo. Ya no importaba el calor ni la sed ni el polvo ni la sequedad desesperante propia de la región. Los argentinos se agolpaban, tranquilos, en paz, dispuestos a compartir un impensado encuentro con la historia. Algunos de ellos eran hombres grandes, de la edad de Illia, quienes sabían perfectamente lo que había ocurrido. Otros eran más jóvenes, muchos eran niños que no lograban comprender acabadamente lo que estaban viviendo. Lo entenderían muy bien pocos años después…

El mesero del vagón comedor le trajo una “térmica” a Don Arturo, que fue pasando de mano en mano, hasta llegar a su destinatario. El ambiente cobró una inusual calma, una armonía consustancial.

Illia lo notó inmediatamente y resaltó la necesidad de una convocatoria amplia, para todos los argentinos, porque una nación se hace con todos pero en paz, con honradez, trabajo y dignidad.

El silencio era total sólo se oía, a lo lejos, como una melodía rutinaria, el inconfundible ruido metálico de rieles y rodamientos. No cabía un alfiler en el vagón. Los más rezagados reclamaron querer ver y oír al “Señor Presidente”. Nadie sabe quién le acercó a Don Arturo un banquito de madera. Sobre él se paró y, tomándose de los pasamanos del techo del vagón, siguió conversando. Era su estilo. Lo prefería a los largos y medulares discursos, tan necesarios en la política, para poder explicar en profundidad las cosas.

Pero hay ocasiones, muy excepcionales, en donde el diálogo y la reflexión son posibles. Ahora todos lo escuchaban parados, sentados en el piso, en los pasillos, en las escalerillas. Por una especie de efecto mágico casi todos podían verlo y escucharlo, como si su figura se agigantara y tomara otras proporciones dentro de este viejo y pequeño vagón de tren.

Absortos, ante la inusual presencia de un ex presidente de la nación, todos habían olvidado que una feroz dictadura militar gobernaba (o desgobernaba) la república y que estaba terminantemente prohibida la actividad política, y esto se había transformado, a todas luces, en un acto político. Incluso las autoridades ferroviarias a bordo del tren y un policía provincial que estaba con su hijo en brazos lo habían olvidado y participaban, como todos, de este diálogo cívico.

El Dr. Illia respondía las preguntas que le hacían, explicaba las acciones de su gobierno y evaluaba la situación actual que, por supuesto, era gravísima. El debate era generalizado, todos participaban y daban su opinión.

Un joven universitario indicó que, en la facultad donde él estudiaba, había un informe de una universidad estadounidense según el cual, de haberse continuado con las políticas implementadas durante el gobierno del Dr. Illia, la Argentina hubiera alcanzado en 1980, un grado de desarrollo similar al de Canadá.

La revelación causó asombro y estupor.

- ¿Cómo puede ser eso posible?- Dijo una mujer que, a pesar de estar indignada, podía imaginar las razones de esa frustración nacional.

Por las dudas el Dr. Illia relató, con más detalle, las acciones generales de su gobierno y sus principales logros. El crecimiento extraordinario y sostenido, durante los años de su gobierno, del PBI; el control nacional de las principales variables económicas y recursos estratégicos; la disminución-incontrastable- de la desocupación; el aumento del poder adquisitivo de los trabajadores; la libertad vigente en el país; el respeto irrestricto a las instituciones de la democracia y de la república; la paz, la tolerancia y la vigencia de los derechos humanos; la libertad de prensa; la ley de medicamentos que los declaraba como bien social, colocándolo al margen de las perversas lógicas del mercado salvaje, según la cual sólo accederán a los bienes creados por la sociedad, aquellos que tengan el suficiente dinero para adquirirlos; el desarrollo de un sistema de salud, sin obras sociales que lucraran con la salud de los argentinos, consolidando el sistema público de salud con calidad y servicios para todos; la implementación del Plan Nacional de Desarrollo que ordenaba y organizaba la economía que -como dijo ese joven- de haberse seguido aplicando y perfeccionando, hubiese la Argentina, alcanzado niveles de bienestar como los mejores países del mundo.

Fue la obra de un estadista.

A medida que el Dr. Illia desarrollaba estas cuestiones un generalizado sentimiento de estupor se apoderaba de los presentes. Este sentimiento de estupor tenía diferentes causas. Para algunos tenía su origen en una especie de culpa o remordimiento, por haber desatendido sus obligaciones ciudadanas en épocas del gobierno radical que, enajenados por la desidia, habían permitido que la diatriba y la difamación de los voceros de lo establecido, quienes defendían los intereses creados (generalmente en contra o en detrimento de los intereses nacionales), fueran consideradas como verdades irrefutables.

Otros porque combatieron, desde posiciones políticas diversas, a un gobierno honrado y patriótico, haciendo prevalecer sus posturas. Aún cuando causaran la ruina de la nación, colaboraron en la caída de tan ejemplar gobierno, olvidando que los gobiernos son para los pueblos y que la Nación no puede estar subordinada a lógicas antidemocráticas, autoritarias, ni de sector, que condenara al pueblo a las atrocidades que vinieron después. No fueron pocos quienes alertaron sobre lo que vendría de continuar con estas actitudes. Porque si bien nadie es adivino de lo que vendrá, tampoco a nadie escapaba acerca de las consecuencias de sus intenciones. La propia historia reciente de la Argentina indicaba, claramente, lo que sucedería.


Nadie puede sostener, honestamente, sin mentir o distorsionar la realidad hasta despojarla de los más elementales rastros de dignidad, que el Dr. Arturo Illia y el gobierno de la Unión Cívica Radical, merecían la condena y el derrocamiento propinado con el golpe de 1966, que no es otra cosa que la consecuencia de una combinación deleznable de fuerzas que se comportaron de manera vergonzante en nombre de intereses e intenciones inconfesables.

Variados serán los argumentos que quieran darse muchos para autojustificar su accionar en esa oportunidad. Todos sabían perfectamente lo que hacían. Si lo hicieron fue porque quisieron. Nadie estaba obligado a actuar en contra de un gobierno democrático perjudicando al pueblo argentino y no los redime ni les quita responsabilidad el que, algunos, mucho tiempo después, hayan reconocido el grave error cometido.

Todos estaban abrumados. El Dr. Illia comprendió el pesar de sus compatriotas y, como humanista de convicción, les indicó que debíamos recuperar la democracia, esta vez para siempre, y que la voluntad y el accionar de cada una de ellos era fundamental para concretar la obra. Cada uno debía cumplir con su deber.

El tren estaba llegando a Villa Krause, una localidad muy cercana a la ciudad de San Juan, donde Don Arturo era esperado por un grupo de jóvenes correligionarios El Dr. Illia se despidió de todos. Un aplauso de varios minutos coronó el diálogo cívico.

Fue un sincero reconocimiento de esos ciudadanos a la labor y entrega de Arturo Illia.

Cada uno volvería a sus casas, a sus trabajos. Como siempre. Pero ya no eran las mismas personas que cuando abordaron el tren. Luego contarían su experiencia a sus conocidos. Y, queriéndolo, reivindicaron a Don Arturo.

El ex presidente bajó del tren. El joven estudiante lo siguió, lo tomó del brazo y le preguntó:

-¿Qué puedo hacer yo para cumplir con ese deber cívico, Dr. Illia?

-Vea, muchacho, si usted tiene inquietudes políticas acompáñeme. Quiero presentarle a algunos amigos. El joven comprendió su vocación y se convirtió, muchos años después, en un reconocido dirigente político.

Una mujer, obrera textil, con un hijo tomado de la mano se acercó a Illia y le dio un beso. El niño también lo hizo.

–Parece un abuelo bueno- dijo el chico.

-Si, es un buen hombre.- afirmó la madre, quien no ocultó su emoción.

El tren continuó su marcha. En el andén Don Arturo caminaba solo. A unos pasos el resto lo seguía.

Estaba completando su tarea. Sin embargo no estaba solo. La patria parecía caminar a su lado.

SERGIO LÓPEZ
Presidente
Instituto para el Progreso y la Igualdad

*Este es un breve relato elaborado en el Instituto para el Progreso y la Igualdad en homenaje a Don Arturo Umberto Illia.

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